Por: Jesús Janacua Benites.
Con la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio el 1º de enero de 1994, se modificaron muchas cosas. La producción agrícola y pecuaria fueron dos de los sectores productivos que sufrieron modificaciones de manera que se prohibió la aplicación de subsidio y los precios de garantía a la producción de granos básicos como maíz, frijol, avena y trigo lo que se tradujo en la reducción de ingreso económico para las familias del campo quienes se vieron en la necesidad de rentar o vender sus tierras comunales y/o ejidales.
El TLC significó, para muchos campesinos, el abandono de sus parcelas y, con ello, el abandono de un modo de vida heredado de sus generaciones pasadas. A pesar de ello, muchos otros campesinos resistieron la embestida neoliberal y continuaron con sus prácticas agrícolas tradicionales. Resistieron. De hecho, para algunos autores como Guillermo Bonfil Batalla (1987), la agricultura tradicional campesina, heredera de la agricultura prehispánica, basa su funcionamiento en una lógica de autosuficiencia más que en una lógica de generación de riqueza, por lo que en muchas comunidades la cosecha estaba –y esta- destinada a la satisfacción de necesidades concretas. Con la milpa se obtenía maíz, frijol, chile y calabaza y en algunos casos se obtenían algunas otras hortalizas que constituían la fuente principal de subsistencia de las familias campesinas.
Sin embargo, como ya se mencionó, muchos sucumbieron a la seducción de la riqueza instantánea que la renta o venta de terrenos comunales significaba, muchos empresarios compraron los terrenos donde antes se sembraba la milpa que daba seguridad alimentaria a las familias del campo, por lo anterior, asombra ver casos de defensa de la milpa o, en todo caso, de la siembra del maíz tanto en comunidades como en casos individuales. Tal es la historia que pretendemos, por entregas, retratar aquí.
Don Miguel Martínez: el campo en la ciudad.
La historia de don Pedro Martínez, es la historia de un hombre de campo, originario de la comunidad de Huandacareo, al noroeste del estado de Michoacán, pero que desde hace sesenta y cinco años vive en Morelia y que a sus casi noventa años de edad, continúa sembrando maíz y frijol en su pequeña parcela, ubicada en la parte norte de la ciudad, ahí en la coyuntura en que se unen la colonia Obrera, la colonia Independencia y el fraccionamiento Lomas de Morelia, don Miguel tiene su pequeño mundo rural.
Allá, en Huandacareo, su pueblo natal, Don Miguel era ejidatario, pero cuando los amenazaron de muerte a él y a su padre para robarles el ganado, traspasaron todos los derechos, vendieron sus animales y se vinieron a vivir a Morelia. Acá compraron el terreno donde viven hasta el día de hoy. Dice que como se acostumbró a vivir con ganado, compró unas vacas y en seguida se puso a sembrar.

En la historia de don Miguel asombra ver el contraste campo- ciudad en una sola escena pues don Pedro tiene su parcela junto al libramiento norte de la ciudad por lo que la frontera entre estos dos ámbitos es sorprendente, quizá inexistente. Mientras don Miguel, con azadón en mano y sombrero terracalentano, prepara su tierra para el ciclo agrícola que se aproxima (la siembra inicia en mayo pero mucho antes hay que preparar la tierra), a unos cuantos metros de él, el tráfico de las ocho de la mañana ahoga la atmósfera entre clatsons, carros parados y tráileres emitiendo humo pestilente al aire. A unos cuantos metros, también los puentes peatonales y las paradas del transporte público lucen abarrotadas de hombres, mujeres y niños que esperan la ruta para irse a sus trabajos y a sus escuelas.
La rutina diaria de don Pedro comienza a las 5 de la mañana, cuando se despierta para alistarse a salir a trabajar. Se prepara un café Legal después de ver que su esposa, doña Claudia, esté bien y que no le falte nada pues sus noventa años ya no le permiten hacer muchas cosas. Sale de su casa para sacar a Bandera y al Cuervo, una vaca y un toro de tres años a pastar. Después de coger su machete, su azadón y su sombrero sale hacia su parcela, que se encuentra a unos setecientos metros de distancia.
Dependiendo de la época del año en que se encuentre, don Pedro bien barbecha su terreno, desazolva el canal de riego, deshierba la tierra o amontona el rastrojo, una vez pasada la cosecha. El trabajo es arduo pero don Pedro, a pesar de sus noventa años, hace casi todo a mano, salvo el barbecho, que lo hace con la ayuda de un vecino y de su caballo.
El terrenito en el que don Miguel siembra no es propiedad ejidal ni comunal, es una pequeña propiedad que adquirió hace ya sesenta y cinco años, cuando todo alrededor “no era mas que campo”. Aun así, don Miguel acepta que una de las realidades y dificultades del campo es la facilidad con la que los hijos de ejidatarios y comuneros venden o rentan las tierras para dedicarse a “otra cosa”. –No, joven –me dice en un tono que deja entrever una tristeza mezclada con algo de resignación- la gente que trabajaba el campo ya se acabó. Aquí todos los dueños, los mero dueños, los originales ya se murieron, ahora están sus hijos pero pues a ellos no les interesa… nomás están esperando que les ofrezcan un poquito más pa vender las tierras- Con la mirada perdida un poco en la distancia, don Miguel recuerda que ahí antes se sembraba mucho trébol y garbanzo como forraje pero con el crecimiento de la ciudad entubaron el río Grande con el que abastecían el riego y además dejó de ser de agua limpia para convertirse en drenaje.
De manera que el pequeño mundo rural de don Miguel parece acabarse, esfumarse, poco a poco. Rodeado por colonias populares, el crecimiento inmobiliario y la construcción de infraestructura carretera acelera las transformaciones territoriales de su pequeño mundo rural que ha ido quedando sepultado entre los terrenos aledaños, los enormes anuncios publicitarios y una gasolinera recién inaugurada.
-Yo llegué aquí cuando no estaba todo esto…- Me dice don Miguel mientras señala al fraccionamiento que colinda con su propiedad. Lomas de Morelia, que es el fraccionamiento mencionado, fue uno de los primeros fraccionamientos que se construyeron en la ciudad a finales de la década de los ochenta- antes ahí metíamos a los animales a pastar todo ahí, pero pus ya horita ya no hay ni pa dónde llevar a los animales… antes no´staba ni el mercado [de abastos] ni el libramiento, ahí ti´vas derecho y llegabas hasta La Aldea-.
Don Miguel casi cumple noventa años. Está listo para comenzar un nuevo ciclo agrícola. –Somos sombras- me dice, -hoy estamos, mañana, ¿quién sabe?-
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